Las aves me abrieron los ojos del alma

Las aves me abrieron los ojos del alma

Soy amante y defensor de la naturaleza, un fervoroso guardián de las aves, esas criaturas que llevan en sus alas los secretos del viento. Jamás imaginé que el simple acto de observarlas con detenimiento transformaría mi vida de manera tan profunda y significativa.

Como custodio de la Selva Amazónica y sus misterios, siempre he procurado vivir en consonancia con el latido silente de este piedemonte andino-amazónico, que tengo el privilegio de llamar hogar. Por eso, mi casa, rodeada de árboles centenarios y un relicto de bosque que mi madre y yo hemos preservado durante más de treinta años, es un santuario donde la vida silvestre se desliza con la elegancia de lo eterno. Así, monos juguetones, zarigüeyas curiosas, serpientes sigilosas, mariposas de colores imposibles y aves de todos los matices nos visitan como viejos amigos.

Sin embargo, por alguna razón, nuestros ojos se habían habituado más a los saltos acrobáticos de los monos soldado (Saimiri sciureus) y los monos ardilla (Saguinus fuscicollis) que al aleteo sutil de las aves. Pero todo cambió cuando en Orito asistimos a un taller preparatorio para el Global Big Day del 10 de mayo. Allí descubrimos dos prodigios tecnológicos para la identificación de aves: Merlin y eBird. Y de pronto, como si se hubiera levantado un velo invisible, empezamos a ver lo que siempre había estado ante nosotros.

Nos sorprendió la cantidad y el esplendor de las especies que revoloteaban en nuestro patio. Siempre habían estado allí, ocultas solo por la distracción de nuestra rutina. Estoy seguro de que, cuando el bosque era más frondoso, las había en mayor número, pero habíamos pasado de largo, como tantas maravillas que se nos escapan de la vista por la prisa de la existencia. Nos acostumbramos a olvidar que la vida es un obsequio frágil y efímero. El Papa Francisco (QEPD) lo expresó con sabiduría: el tiempo es mayor que el espacio.

Entonces los escuché con nuevos oídos: los trinos vibrantes de piojas, muchileros, arrendajos, pavas y loras, mezclados con los llamados solemnes de tucanes, ibis, azulejos, colibrís, cardenales, cucaracheros, mirlas, carpinteros, tángaras, pecho amarillo, búhos, galembos, gavilanes… La lista se extendía como una sinfonía infinita, tejida en el aire de nuestro patio.

Ante este milagro cotidiano, lo más sensato es sentir gratitud. A la mente universal, a la madre tierra, a la naturaleza y a los ancestros que nos concedieron la fortuna de habitar este rincón del mundo en estos tiempos inciertos.

Algunos dirán: «Muy bonito, pero con eso no comemos ni pagamos las cuentas». Y sin embargo, la respuesta es simple: no solo hallaremos sustento, sino que viviremos con paz y equilibrio, como cohabitantes de este planeta, empeñados en preservarlo. El turismo biocultural, con el avistamiento de fauna como estandarte, no solo es posible, sino necesario.

Cada día me convenzo más: nuestro propósito es conocer la tierra que pisamos, comprender sus secretos y armonizar con ella. Porque solo así los cultivos de coca para cocaína y la violencia que generan quedarán relegados a las sombras del pasado, como un mal recuerdo que la selva se encargará de borrar con su eterna y paciente lluvia.

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